La comunidad astronómica debe entender que la recuperación de los cielos oscuros es un desafío político, no tecnológico. | Martin Pawley. Artículo publicado en la sección “La noche es necesaria” de la revista Astronomía, nº 268, octubre de 2021.

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Fotograma de «The Thin Red Line» (Terrence Malick, 1998)

Ha sido tal el espectacular crecimiento de las investigaciones sobre contaminación lumínica en los últimos años que incluso para las personas que trabajan en este campo es ya imposible estar al día de todo lo que se publica. Visiones del problema y estrategias de acción que hace solo una década parecían sensatas y adecuadas están hoy desactualizadas o incluso resultan contraproducentes dada la información acumulada. Somos ahora mucho más conscientes de los peligros que acarrea el uso de la luz artificial por la noche, de su altísimo impacto en la naturaleza y sus efectos sobre la salud humana, suficientes como para tomarnos este tema muy en serio; pero también disponemos de modelos mejorados de la propagación de la luz que permiten evaluar con precisión las causas y las consecuencias.

Infelizmente, buena parte de la comunidad astronómica aficionada y profesional ignora el verdadero estado de las cosas. Asume, equivocadamente, que la contaminación lumínica es poco más que una contrariedad que nos obliga a hacer más kilómetros para encontrar noches oscuras, pero que siempre existirán reservas indias con firmamentos prístinos. Asume, de paso, que se trata de un problema difuso y genérico, sin culpables definidos, o tan extendidos y numerosos que no hay nada que se pueda hacer. El cielo de las ciudades, según esa lógica, es pésimo porque no puede ser de otra manera. Siempre podremos consolarnos con las astrofotografías que publica esta revista.

Aceptar la derrota antes de empezar la partida no es nunca una buena táctica y menos aún en este caso porque, por poderosos que sean los intereses (económicos) que hay detrás, no hay forma de polución más sencilla de reducir que la lumínica. Pero es que además la ciencia presente nos permite saber cuál es el efecto contaminante concreto de cada farola. Podemos estimar, lámpara a lámpara, cuántos fotones acabarán llegando a un espacio natural de interés a larga distancia. Podemos predecir cómo será el brillo del cielo de una ciudad en función de su iluminación y la de su entorno. También podemos hacer lo contrario: planificar la iluminación para garantizar que esa ciudad disponga, al menos en alguna zona, de un cielo de calidad.

No hay ninguna razón técnica que impida tener, en cualquier municipio, un mirador de estrellas. Un lugar especialmente protegido con un buen cielo a la vista, que sirva como punto de reunión para organizar observaciones públicas y disfrutar de las lluvias de meteoros. Un lugar donde, en muchos casos, no sería
una quimera ver la Vía Láctea. No hay ningún impedimento tecnológico: se puede hacer. Es tan solo una decisión colectiva, basta con que como sociedad acordemos que eso es necesario y conveniente. Basta con que marquemos líneas rojas a la destrucción del paisaje e incluso vayamos más allá, exigiendo que se recuperen paisajes hoy perdidos en una apuesta por el buen gobierno y por la sostenibilidad. No es un desafío científico, nunca lo fue. Es un desafío político.