La contaminación lumínica nos ayuda a entender cómo funciona la visión humana. | Martin Pawley. Artículo publicado en la sección “La noche es necesaria” de la Revista Astronomía, nº 259, enero de 2021.
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Nuestro sistema visual recoge información en condiciones extremadamente variadas de luz. Vemos muy bien bajo el Sol un mediodía de verano, pero también somos capaces de movernos sin dificultad una noche con Luna, incluso en plena naturaleza, aún a pesar de que el flujo luminoso por unidad de superficie que llega a nuestros ojos (o «iluminancia») es en ese caso hasta un millón de veces menor. El amplio rango de intensidades de luz en el que vemos se debe a la existencia de dos tipos de células fotorreceptoras con propiedades muy distintas: los «conos», que actúan con altos niveles de luz, como los que se dan durante el día o en interiores iluminados, y los «bastones», especializados en detectar luz cuando esta escasea, esto es, por la noche.
Con los conos nuestra experiencia es muy abundante en detalles y se caracteriza, sobre todo, porque nos permite reconocer un conjunto bastante estrecho de longitudes de onda del espectro electromagnético que llevan el nombre científico de «colores», del rojo al azul. Los humanos les damos bastante importancia a los colores porque nuestros ojos son capaces de distinguirlos durante más o menos la mitad de nuestras vidas, la que transcurre de día. Siempre es bueno recordar que otras especies animales ven otras longitudes de onda, como el infrarrojo las serpientes o el ultravioleta las abejas, y, por tanto, para ellas el mundo tiene un aspecto muy diferente.
En condiciones de verdadera oscuridad, la actividad de los bastones –que son veinte veces más numerosos que los conos– no nos permite distinguir colores ni realizar trabajos de precisión, pero nuestra impresión visual puede llegar a ser muy rica. Una vez adaptados a la oscuridad, vemos razonablemente bien con intensidades de luz muy bajas, por ejemplo, solo con la luz de las estrellas, con una iluminancia cien veces más baja que la de una noche con Luna.
Para ver dependemos de la cantidad de luz ambiental, pero, sobre todo, de que haya un buen contraste entre un objeto y lo que lo rodea. Parte de las estrellas que observamos por la noche ya habían asomado sobre el horizonte unas horas antes, con el cielo aún azul, pero entonces «no las veíamos», a pesar de que mandaban a nuestros ojos la misma cantidad de fotones; las detectamos de noche porque su brillo resalta con claridad sobre el fondo oscuro. Por eso cuando el cielo brilla por la difusión de la luz artificial en la atmósfera perdemos las estrellas más débiles: no hay entonces el suficiente contraste entre su intensidad puntual y el brillo de fondo.
Frente a las casi cinco mil estrellas que podríamos ver en condiciones ideales, la contaminación lumínica nos deja esa cifra en las ciudades, como se indica en la tabla adjunta, en «unas pocas» o como mucho unas docenas. La realidad, como comprobaremos el mes que viene, es aún peor.