La contaminación lumínica puede jugar un papel importante en la transmisión de enfermedades. | Martin Pawley. Artículo publicado en la sección “La noche es necesaria” de la Revista Astronomía, nº 256, octubre de 2020.
* * *
Por si el coronavirus no fuera suficiente, el verano nos ha traído más malas noticias sobre enfermedades de origen animal. En Salamanca fallecía un hombre de 69 años a causa de la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, la tercera víctima mortal en España desde que la enfermedad se detectó por primera vez en ciervos en noviembre de 2010. Un reciente estudio del Grupo de Investigación en Salud y Biotecnología (SaBio) analizó 600 muestras de garrapatas que parasitan animales salvajes recogidas en seis provincias y encontró el virus causante de la enfermedad en el 21 % de los ejemplares, lo cual sugiere que tiene ya una presencia generalizada. En Sevilla la preocupación la provoca el brote de virus del Nilo Occidental, que se transmite por la picadura de un mosquito. Cuando escribo este texto son ya tres, desgraciadamente, las personas fallecidas.
El apasionante libro de Sonia Shah «Pandemia», editado por Capitán Swing, examina los orígenes y las causas de la propagación de diferentes patógenos. En muchos casos la acción humana es la culpable: el calentamiento global, la destrucción de ecosistemas y el crecimiento de los espacios urbanos favorecen la expansión de enfermedades zoonóticas. El virus del Nilo se identificó por primera vez en 1937 y es probable, nos cuenta Sonia, que hubiese llegado a Estados Unidos a través de las aves migratorias hace varias décadas, pero su estallido se produjo en 1999, cuando infectó al 2 % de la población del distrito neoyorquino de Queens. Apenas cinco años después el virus estaba presente en 48 estados.
¿Por qué se multiplica de repente un agente infeccioso con el que tal vez hemos convivido muchos años? La pérdida de biodiversidad tiene mucho que ver. «Las distintas especies de aves son vulnerables al virus en distinto grado. Petirrojos y cuervos son especialmente susceptibles. Picapinos y rálidos no», explica la autora. «Mientras se conservó la diversidad entre las aves autóctonas, es decir, mientras hubo picapinos y rálidos para repeler al virus, este no tuvo demasiadas oportunidades de circular.» La irresponsable ruptura de ese frágil equilibrio se convierte en una puerta abierta para la difusión exponencial del microorganismo.
La contaminación lumínica parece ser otro factor para tener en cuenta. Una investigación publicada el año pasado («Light pollution increases West Nile virus competence of a ubiquitous passerine reservoir species», doi.org/10.1098/rspb.2019.1051, Meredith Kernbach et al.) demostraba que los gorriones comunes expuestos a luz artificial por la noche mantenían una carga viral transmisible durante dos días más que los individuos de control. Los modelos matemáticos asociaban a esa mayor capacidad de contagio un incremento del 41 % en el riesgo de un brote del virus del Nilo Occidental. La pérdida de la oscuridad natural de la noche «probablemente afecte a otros rasgos del huésped y el vector relevantes para la transmisión», concluía el equipo firmante del artículo.