Las pantallas publicitarias se multiplican sin control en las ciudades generando más contaminación lumínica en nuestro entorno. | Martin Pawley. Artículo publicado en la sección “La noche es necesaria” de la Revista Astronomía, nº 246, diciembre de 2019.

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Fotograma de la película Blade Runner (Warner Bros. Pictures)

Los fotogramas icónicos de «Blade Runner», película de 1982 ambientada en noviembre de 2019, imaginaban una metrópoli nocturna y húmeda poblada de carteles luminosos gigantescos. Esas omnipresentes pantallas reforzaban la estética ciberpunk del clásico de Ridley Scott, contribuyendo a que el escenario pareciera a la vez opresivo y fascinante, y de paso, justo es decirlo, servían de poco disimulado emplazamiento publicitario para los logos de algunas poderosas marcas.

Ya dejamos atrás el mes de «Blade Runner» y no hay entre nosotros replicantes ni coches voladores, pero desde luego sí vivimos rodeados de pantallas comerciales. La llegada de la tecnología LED ha abaratado notablemente la producción y sobre todo el consumo energético de estos dispositivos, de modo que se han convertido en una fórmula práctica y barata para la publicidad exterior sobre fachadas y tejados de edificios o sustituyendo a las viejas lonas iluminadas con focos de las vías públicas. Más aún, muchos comercios y locales de negocio optan ya por pantallas LED de menor tamaño para relatar en sus escaparates toda suerte de ofertas: diríase que las pantallas empiezan también en ese ámbito a sustituir a los carteles en papel.

Las pantallas emiten luz, mucha, y la luz contamina. De poco servirá que nos esforcemos en crear una buena iluminación exterior urbana, con farolas que proyectan luz solo sobre las zonas necesarias y a la hora adecuada, si luego permitimos que cualquier persona invada las zonas comunes con pantallas. Estas pantallas están diseñadas para que sus mensajes se lean a pleno día, para lo cual producen imágenes con altísimo brillo, el necesario para que se vean con claridad incluso sobre el fondo luminoso del cielo. Pero no es precisamente infrecuente que ese brillo diurno se mantenga de noche sin cambios, lo cual es una calamidad: la oscuridad natural queda rota de forma abrupta por un rectángulo de luz hiriente. El impacto sobre las personas es evidente en forma de deslumbramiento, intrusión lumínica en los hogares y distracción de peatones y conductores, que puede tener consecuencias fatales. Y es igualmente evidente sobre el medio natural: los fotones son fotones, vengan de una lámpara o de un panel publicitario. La habitual abundancia de luz fría, con alta temperatura de color, incrementa además el riesgo ambiental.

Las pantallas son un problema global para el que no hay aún suficiente regulación. Y la que hay no se cumple, como sucede en España con el RD 1890/2008 que señala valores de luminancia máximos ya de por sí exagerados que a menudo se sobrepasan ampliamente. La International Dark-Sky Association, entidad de referencia en la lucha contra la contaminación lumínica, publicó este mismo año un clarificador documento, «Guidance for Electronic Message Centers», disponible para descarga en su sitio web (PDF, 210 KB). Es, sin duda, un excelente punto de partida para empezar a poner paz en esta diabólica guerra de luces.