Por si la contaminación lumínica no fuera suficiente, la inminente proliferación de satélites de comunicaciones puede alterar radicalmente el paisaje nocturno. | Martin Pawley. Artículo publicado en la sección “La noche es necesaria” de la Revista Astronomía, nº 241-242, julio-agosto de 2019.

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Imagen del grupo de galaxias NGC 5353/4 el pasado 25 de mayo, con las trazas de los satélites Starlink por delante. (Victoria Girgis/Lowell Observatory)

Un aliciente infalible en cualquier observación pública es el paso de la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés), que orbita a 400 kilómetros sobre la superficie terrestre. Habitada sin interrupción desde noviembre de 2000, podemos verla sin dificultad gracias a que sus paneles solares reflejan la luz de nuestra estrella: se distingue de noche como un punto muy brillante (su magnitud puede incluso bajar de -3) que atraviesa el cielo a gran velocidad, la que corresponde a un objeto que da una vuelta al planeta cada hora y media. Sitios web como Spot the Station o Heavens-Above permiten localizar para cada lugar su hora de paso y trayectoria con absoluta precisión.

La estación espacial es un ejemplo extraordinario de colaboración internacional científica y tecnológica. Es también el mayor objeto puesto en órbita por el ser humano, pero desde luego no el único. La Oficina de las Naciones Unidas para Asuntos del Espacio Exterior cifra en 5164 los objetos de fabricación humana actualmente en el espacio, la inmensa mayoría de ellos alrededor de la Tierra. Igual que la ISS, cuando reflejan la luz del Sol hacia nosotros podemos verlos cruzando el cielo, aunque su brillo es muchísimo menor. Con todo, cualquier noche en solo una hora de observación podemos llegar a contar varias docenas de pasos de satélites con magnitud inferior a 5, y, por lo tanto, distinguibles a ojo desnudo en cielos oscuros.

El 23 de mayo de 2019 la compañía SpaceX lanzó los primeros 60 satélites de su proyecto de comunicaciones Starlink. A simple vista el tren de objetos resultaba una aparición asombrosa (y un poco inquietante). Y esto no ha hecho más que empezar. Los 720 primeros satélites de Starlink estarán ya en el espacio en 2020, pero el proyecto completo de Elon Musk aspira a colocar un total de doce mil. Es un número que supera, con mucho, la cantidad total de estrellas que se pueden distinguir a simple vista, alrededor de nueve mil entre los dos hemisferios celestes. Y no es la única compañía que sueña con ocupar la órbita baja para explotar el negocio de las comunicaciones por Internet: el «Project Kuiper» de Amazon prevé el lanzamiento de 3236 satélites; OneWeb y Telesat colocarán cada una varios cientos de satélites más.

La preocupación saltó entre quienes se dedican profesionalmente a la astronomía. Alex Parker, del Southwest Research Institute, estimó en 500 los objetos artificiales que podrían ser visibles en un momento dado. Tanto la luz reflejada como las señales de radio de estas constelaciones de satélites representan un grave problema para la observación astronómica y el estudio del universo, y por eso la mismísima Unión Astronómica Internacional emitió un comunicado el 3 de junio para reclamar el establecimiento de un marco regulador «que mitigue o elimine los impactos perjudiciales en la exploración científica tan pronto como sea posible». Porque el cielo no puede ser jamás una propiedad privada para uso y abuso de millonarios sin conciencia.