La luz artificial en horario nocturno afecta a nuestra salud mucho más de lo que imaginamos. | Martin Pawley. Artículo publicado en la sección “La noche es necesaria” de la Revista Astronomía, nº 244, octubre de 2019.

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Portada del libro «Hicimos la luz… y perdimos la noche» (Cortesía Ediciones Universidad Cantabria)

El verano trajo una triste noticia: el fallecimiento, a mediados de agosto, del profesor e investigador de la Universidad de Connecticut Richard G. Stevens. El doctor Stevens era un prestigioso experto en la epidemiología del cáncer, uno de los pioneros en el estudio del rol que desempeña la iluminación artificial en la salud humana. Un artículo suyo publicado en abril de 1987 lanzaba la hipótesis, basada en evidencias experimentales, de que el uso de la luz eléctrica incidía en la producción de melatonina y a su vez había una relación entre los niveles de melatonina y el cáncer de mama. Su trabajo partía de un hecho intrigante: las tasas de incidencia del cáncer de mama eran entonces bajas en África y Asia, medias en la Europa y América del Sur y altas en Estados Unidos y la Europa norte. Las mujeres de Japón presentaban una probabilidad de ese tipo de cáncer cinco veces menor que las estadounidenses, «pero las tasas en Japón están creciendo rápidamente», advertía, igual que en Islandia. Había un curioso fenómeno de «occidentalización» de la enfermedad. Descartadas diversas variables, surgía otra como posibilidad muchos años ignorada pese a estar delante de nuestros ojos: la luz eléctrica invasora de la noche como expresión más clara (nunca mejor dicho) del «progreso» en las sociedades capitalistas.

En las últimas décadas han proliferado las investigaciones sobre el impacto de la luz artificial sobre los ciclos biológicos. Hay abundantes estudios elaborados sobre animales y ya hay, incluso, algunos estudios epidemiológicos que correlacionan la iluminación exterior urbana con las tasas de algunos tipos de cáncer. Es un campo de trabajo efervescente, siempre con la prudencia y la calma propia de la ciencia, que nunca se puede reducir a un titular llamativo. Quien quiera conocer más sobre este asunto dispone en España de una herramienta extraordinaria: el libro «Hicimos la luz… y perdimos la noche», escrito por Emilio J. Sánchez Barceló (1949), catedrático de Fisiología Humana de la Universidad de Cantabria. Junto a su compañera Lola Mediavilla, también catedrática de Fisiología, dedicó su carrera científica al estudio de las acciones de la melatonina, hormona fabricada por la glándula pineal cuya producción está controlada por la cantidad de luz: se sintetiza de noche, durante las horas de oscuridad. En condiciones naturales de alternancia de luz y oscuridad, en el torrente sanguíneo la concentración de melatonina es muy baja de día y muy alta de noche. Pero esas condiciones naturales de alternancia se han desvanecido en la mayor parte del planeta desde que Edison inventó la bombilla y eso trae consecuencias para la salud, que detalla con rigor Emilio. Lean el libro: no les dejará indiferentes.